El naufragio del Wateree

QUE NUESTRO país es territorio de cataclismos, terremotos y maremotos no es necesario repetirlo. Sobradamente sabemos que pertenece al llamado “semicírculo de fuego del Pacífico”, cadena de volcanes subterráneos y submarinos extendida desde el Japón. Dentro de la innumerable serie de calamidades sísmicas que han azotado a nuestro país, existe una que dejó como recuerdo histórico el casco de un barco sobre el lomo de un cerro. Es la historia del “Wateree”.

Todos los geólogos del mundo coinciden en que la desconcertante constitución geográfica de nuestro país parece indicar que este se formo con el desborde de una horrenda erupción volcánica o tal vez de un cataclismo que sumergió a un continente en el pacifico e hizo emerger la cordillera de los Andes, cuyas cumbres eran antiguas islas. La secuencia de desierto, volcanes, islas, ventisquero, desparramados al lado poniente de la cordillera de los Andes forma un conjunto pintoresco equilibrado sobre un caprichoso zócalo que se suspende entre montañas de más de cuatro mil quinientos metros y una cuenca marina de una profundidad igual. Este pavoroso desnivel, superior a los nueve mil metros, se produce en una distancia menor a doscientos kilómetros. ¿Qué puede extrañar, pues, que esta angosta faja de tierra se estremezca y convulsione cada cierto tiempo? La historia nos recuerda con tristes fechas los que fueron desastres espantosos, capaces de pulverizar ciudades enteras o hacer desaparecer tragados por las olas decenas de puertos. Así nos dice: 1647, terremoto en Santiago; 1657 terremoto en Concepción; 1604,1615, Terremoto en Arica; 1906, terremoto en Valparaíso…, y siguen las fechas fatídicas hasta la fecha.

Pero dentro de estas catástrofes existen algunos hechos curiosos dignos de ser recordados. Por ejemplo, el caso del vapor “Wateree”. Este era un navío de fondo plano de la marina norteamericana, equipado con ruedas laterales como los primeros vapores que empezaban a surcar los mares; tenía además doble timón, es decir uno a proa y otro a popa.

Después de haber realizado un crucero por el pacífico, en compañía del “Fredonia”, buque almacén de la armada de guerra de Estados Unidos, hecho sus anclas en la bahía de Arica el 2 de Julio de 1868. Junto a él quedaron anclados el buque de guerra inglés “Chanacelia” y el barco de guerra peruano “América”.

La población de Arica, que en aquella época era de unos diez mil habitantes, sentía verdadera complacencia cuando estaban en su bahía barcos de guerra de naciones amigas, porque ellos ponían a salvo el puerto de posibles incursiones de los piratas. Por esta causa dieron frecuentes y generosas fiestas a los marinos del “Wateree”, el “Fredonia” y el “Chanacelia”.

Los tres barcos extranjeros se disponían a zarpar de regreso a sus respectivos países, cuando el cable submarino trajo al prefecto de Arica una noticia que hizo fruncir el ceño a los comandantes norteamericanos e inglés.

-Señores comandantes, la fiebre amarilla se ha declarado en el Callao, de modo de que ninguno de vuestros barcos podrá aprovisionarse en ese puerto- les informó el prefecto de Arica.

Los tres jefes extranjeros regresaron a sus cámaras para estudiar la forma de eludir el paso por el callao.

Con profunda razón el comandante del “Wateree” imaginaba que, si había fiebre amarilla en el Callao, también existía el mismo peligro en los puertos de Trujillo, Lambayeque y Túmbez, del litoral norte del Perú. Como no dispusiera del carbón suficiente para navegar directo a Guayaquil, decidió esperar nuevas noticias en Arica y, de no obtenerlas, regresar a la costa Chilena y aprovisionarse en Valparaíso. Igual determinación adoptaron los Jefes del “Fredonia” y del “Chanacelia”. En cambio el barco del comandante peruano “América”, que era considerado el mas veloz del mundo en aquella época, decidió quedarse en Arica para ayudar a resolver su problema de abastecimiento a los barcos visitantes.

Debido a esa circunstancia fue que las cuatro naves de guerra permanecían aun en Arica en los comienzos de agosto. El día 2 de ese mes se empezaron a producir las primeras anormalidades en tierra. En la tarde de ese día, se encontraba el teniente George Billings acodado en la borda del “Wateree”, cuando lo hicieron estallar en carcajadas, a tiempo que llamaba a algunos de sus compañeros.

-¿Qué demonios es lo que está pasando en tierra? –comentó riendo-. Vean como sale la gente a las calles como hormigas enloquecidas, lanzando gritos y haciendo aspavientos de terror.
Los marinos se divirtieron grandemente esa tarde, sin llegar a explicarse que era lo que había ocurrido en tierra. Dos días después volvió a repetirse el incidente y esta vez alguien se aventuró a arriesgar una opinión:
-Seguramente está temblando –dijo, y todos cesaron en sus risas, porque habían estado antes en Japón y en las costas de Chile, bien conocían los movimientos espantables de los movimientos sísmicos.

Corriendo cuatro días mas y en la mañana del 8 de agosto el comandante del “Wateree” indicó a sus oficiales que se prestaran a zarpar al día siguiente rumbo directo a Guayaquil. Las órdenes fueron cursadas en el navío y en el “Fredonia” y ambos barcos quedaron a la espera, dispuestos para el zarpe.

Pero a las cuatro de la tarde de ese mismo día comenzó a surgir por el horizonte del suroeste, es decir, viniendo del mar de Chile, un ruido indefinible, que crecía lentamente, como el gruñido de un león furioso. Este ruido se multiplicó tanto que al final lo cubrió todo, pareciendo que brotaba desde el profundo lecho del océano. Cuando el estrepitoso sonido estuvo sobre ellos, los barcos fueron violentamente remecidos, el mar se encrespó e hirvió de espumas, mientras el terreno de costa ondulaba con sinuosidades de oleaje e inclinaba los cerros del fondo uno contra los otros, haciendo desplazarse sus cumbres.

Cuatro o cinco minutos duró esta escena dantesca, hasta que el polvo desprendido de la tierra privó a los marinos del espectáculo que ofrecía el puerto. Sin embargo, el retumbar de los muros de las casas que se derrumbaban y los alaridos de espantos de los ariqueños no habían escapado a los oídos de los navegantes.

Alrededor de las cuatro y media de la tarde despejó la atmósfera y entonces los norteamericanos e ingleses pudieron ver sobre el muelle a un grupo de personas que aclamaban desesperadamente requiriendo socorro para rescatar a los pobladores que habían quedado sepultados en las ruinas de sus casas.

El comandante de “Wateree” comprendió de inmediato la urgencia de la situación y ordenó al teniente Billings:
-Desembarque cuarenta hombres en una lancha, provistos de palas, picotas, vendas y elementos médicos para curar heridas. Preste todo el auxilio que pueda a los pobladores y envíeme un informe con lo sucedido con un bogador.
-a su orden, señor.

A las cinco de la tarde estaban en tierra los cuarenta tripulantes del “Wateree” con sus elementos de salvamentos, así como otros marinos del “América” y el “Chanacelia”. Su labor tuvo que comenzar de inmediato, porque la ruina de la ciudad había sido desastrosa; no quedaba ninguna casa en pie y, siendo todas ellas de adobe con techos planos de espeso barro y paja, eran innumerables las personas que habían desaparecido aplastadas por los derrumbes.

Rápidamente, los marineros ingleses, peruanos y norteamericanos fueron removiendo escombros y sacando heridos y cadáveres. Pero estaban en plena faena cuando se repitió el ruido pavoroso de hacia hora y media. Esta vez su origen parecía ser del desierto y avanzaba hacia la costa.

Nuevamente la tierra se agitó enloquecida, ondulando como un mar borrascoso; los pocos muros que quedaban en pie se vinieron al suelo con estrépito y los marinos experimentaron en carne propia el pavor del terremoto. Habiendo huido todos aquellos hacia la playa, vieron con terror como el muelle se quebraba en sus bases hundiéndose en las olas. Pero eso no fue lo peor. Casi simultáneamente con el terremoto, el mar comenzó a replegarse sobre si mismo, dejando en seco a los cuatro navíos y exhibiendo ante los despavoridos ojos de los que estaban en la playa el fondo rocalloso del océano y los peces y seres de las profundidades. Más allá, a una milla de la costa, vieron como se abría el precipicio de cerca de cuatro mil metros de hondura, que forma la cuenca marítima de Tarapacá. Una voz empavorecida se levantó entonces de los marinos:
-¡Maremoto!... ¡Se va a salir el mar y nos tragará a todos! ¡Corramos hacia los cerros!

Fue aquella una fuga enloquecida. Marinos y pobladores corrían a todo lo que les daban sus piernas en dirección a las laderas del Morro, por las cuales trepaban desesperadamente, ayudándose con las manos. Llegados a media altura, pudieron volver los rostros y contemplar el espectáculo que se ofrecía abajo.

El mar que se había recogido como felino que toma impulso para saltar sobre su presa, volvió con ímpetu arrollador. Olas gigantescas con más de treinta metros de altura chocaron con estrépitos de cañonazos contra los rompientes del Morro, otras devoraron las ruinas del puerto y las de más al norte asaltaron la pampa yendo a estrellarse contra los cerros del interior.

En el centro, la espantosa marejada cogió a los cuatro barcos que habían quedado tumbados en el fondo seco, los levantó violentamente, estrellándolos a unos contra el otro, los dio vuelta como si fueran corchos y finalmente los arrojo contra la costa. El buque almacén de los norteamericanos, el “Fredonia”, con toda su tripulación a bordo, fue lanzado contra las rocas del Morro, pulverizándose en medio de la mar enloquecida. Ni un hombre salvó con vida. El “Chanacelia” dio cuatro o cinco vueltas de campana, enredándose en su larga cadena de su ancla mayor, y así, como atado por un gigante, fue a caer sobre la playa, dos millas tierra adentro. El barco de guerra peruano “América” que era muy marinero, logró mantenerse en equilibrio sobre las inmensas olas y fue a caer de costado en medio de la pampa de Chinchorro. Y el “Wateree”, que se encontraba con sus calderas encendidas, pudo echar a andar sus poderosas ruedas laterales y esto le permitió recibir el embate de las olas de popa a proa, sin tumbarse, por lo que, levantado sobre lo mas alto de la marejada, avanzó muy tierra adentro y quedo blandamente depositado a tres kilómetros de la playa, sobre las arenas de la pampa. Las olas del maremoto dejaron marcadas en las faldas de los cerros una señal a diecisiete metros sobre el nivel de la playa.

Conocedor de la forma en que se producían los maremotos, el comandante del “Wateree” prohibió a sus hombres que abandonaran el barco y, en lugar de eso, les ordenó a amarrarse a los objetos fijos que existían en cubierta. No pasó lo mismo en el barco peruano “América”. Tan pronto fue depositado en la pampa Chinchorro, sus tripulantes saltaron por las bordas a la arena y trataron de alejarse. Fue entonces que vino la segunda ola, de menor fuerza, pero arrolladora. Con un común grito de espanto, los marinos peruanos vieron como se abalanzaba sobre ellos y los succionaba hasta el fondo del océano, al igual que a su barco, que fue triturado y hecho astillas.

Después que el mar volvió a su cuenca natural, una paz de muerte reinó la playa. Nunca se supo cuantos de los diez mil habitantes perecieron en aquella catástrofe. Los marinos del “Wateree” y los del “Chanacelia” sólo se preocuparon de salvar a los vivos y a los heridos visibles. Guiando a los primeros y conduciendo a cuestas a los últimos, se refugiaron en el morro.

La noche había cerrado agregando un matiz de más horror a la desventura general. Cuando amaneció el día siguiente, todo había pasado y el mar estaba en absoluta calma, el comandante del “Wateree” echó una mirada a su barco, que se veía empequeñecido allá, a tres kilómetros de la orilla de la playa y a setenta metros de los cerros y meneó la cabeza con desaliento.
-Es inútil –reflexionó-, jamás podremos reflotarlo. Señores oficiales, que la marinería vaya a nuestro barco y que lo desmantele, sacando de el todo lo que podamos desprender.

La playa estaba sembrada con restos de mercaderías que habían escapado de los vientres de otras naves despedazadas, las que fueron acumuladas junto al único barco que había quedado varado, para liberarlas de la codicia de los habitantes del interior que ya empezaban a acudir, noticiados de la catástrofe. En torno al “Wateree” se estableció un campamento donde por espacio de una semana se dieron alimentación y medicinas a los sobrevivientes de Arica. Al cabo de ese tiempo ancló en la bahía el barco de guerra norteamericano “Fowhatan”, el cual recogió a los tripulantes del “Wateree”. Solo quedó en Arica el contador del barco, comisionado para venderlo en pública subasta cuando se restableciera la normalidad en el puerto.


Efectivamente el “Wateree” fue rematado tres meses mas tarde, y como se hallaba intacto, se lo transformó en hotel y casino de diversiones, en el cual durante varios años se dieron exóticas fiestas, de gran lujo y alegría. La música de las orquestas y las carcajadas de los festejantes hicieron olvidar pronto los alaridos de espanto que se elevaran en torno suyo en aquellos días en que el mar lo arrojó a la costa.

Mas tarde, carcomido por el óxido y la sequedad salitrosa, fue destinado a hospital, y finalmente, muchos años después, sirvió de bodega, hasta que un nuevo maremoto, el 9 de mayo de 1877, cogió otra vez entre sus zarpas al infortunado barco e hizo un esfuerzo por tragárselo hasta menos medio kilometro de la playa.

Ahí quedó el “Wateree”, ahora destrozado, con una de las grandes calderas asomando por el costado del casco.

La guerra del pacifico puso fin a su porfiada existencia. Los blindados chilenos lo usaron de blanco para ejercitar la puntería de sus grandes cañones hasta despedazarlo.
Por último, del “Wateree” sólo quedó una caldera semisepultada en las arenas de la Pampa del Buitre, como testimonio de la trágica noche del 8 de agosto de 1868, en que el flamante buque de guerra fue lanzado sobre la costa por el maremoto que se tragó entera a la ciudad de Arica.



POR JORGE INOSTROZA

Comentarios

  1. Excelente narración, pero la America aparece en la foto de arriba al fondo del Wateree y segun el relato la 2da ola se la trago...¿hay un error en el dato?.

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  2. tienes razón. Pero en toda la bibliografía se indica lo mismo: que la nave del fondo es el América y que fue destrozado. Supongo que el destrozo fue en la parte inferior y allí es donde se posó, por ello en la imagen parece que no le hubiese pasado nada

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