Los Quince Caciques del Mapocho
¡SE HAN DETENIDO ustedes a pensar cómo serían estas tierras de Chile antes
de la llegada de los españoles?... ¿Qué gente las habitaban?... ¿Quiénes eran y
de donde provenían?... Poco dicen los historiadores y aun los investigadores de
la prehistoria. Pero los cronistas contemporáneos de los conquistadores algo
nos hablan del asunto.
Se sabe que inca Túpac Yupanqui, “el glorioso resplandeciente”, emprendió
la conquista del territorio de Chilli o Chille en 1471 enviando diez mil
guerreros aimaraes como avanzada, luego otros diez mil como ejército y trayendo
en seguida consigo diez mil más como su escolta personal. Todos estos guerreros
iban al mando de un general o jefe militar llamado Sinchiruca. Durante cinco
años mantuvo sus tropas en lucha de conquista, aumentándolas hasta el número de
cincuenta mil hombres. Pese a su armamento, organización y disciplina, el
ejército incásico tuvo que ir venciendo mil dificultades en su avance hacia el
lejano sur. Primero, el traspaso de la cordillera nevada, en cuyos senderos
suspendidos sobre precipicios y batidos continuamente por vientos pavorosos
quedaron regados los cadáveres de millares de llamas y de indios del servicio o
“mitimaes”, que en lengua aimará quiere decir “trasplantados”. Luego tuvieron
que enfrentarse con las nutridas tribus atacameñas esparcidas en los contornos
del río Loa, las más antiguas de todo el sur de América, raíz remota del
imperio de Tiahuanaco y del Incásico. Más tarde, debieron dominar a los ülmenes
o señores de Copayapu, hoy Copiapó, que en lengua de los incas quiere decir
“Valle de la Posesión”.
Prosiguiendo su penetración en la tierra inhóspita del “Confín helado”, que
eso significa el término Chilli en aimará, el ejército se enfrentó con los
caciques de Cuquimpu, hoy Coquimbo, en donde el inca Túpac Yupanqui dejó
establecido a uno de sus jefes, el curaca Huayllullo. Curaca era el título
correspondiente a los gobernadores del incanato. Más al sur, Yupanqui se
estrelló con la resistencia de los guerreros de un jefe de guerra establecido
en el valle de Conconcahua, el cual se llamaba Chilli, Chili o Thili. El pueblo
principal de este toqui era denominado Concunicahua.
El inca Yupanqui no logró vencer a estos guerreros del valle que
posteriormente los españoles denominarían Aconcagua y fue preciso que su
sucesor, el inca Huayna Cápac, prosiguiera la guerra. Este avanzó su ejército,
por sobre Aconcagua, hasta el valle del río de los mapuches. Este nombre se
compone de dos partículas: “mapu”, que quiere decir tierra o lugar, y “che”,
que significa gente; o sea, gente del lugar. Por deformación, los españoles
llamaron Mapocho a este río.
El inca logró extender su conquista hasta muy al sur, siendo detenido en el
río Maulli o Maule por un pueblo de gran capacidad guerrera, indomable, llamado
los promaucaes, promaucas, raucas y posteriormente araucanos.
Inútiles fueron los esfuerzos de Huayna Cápac y de su hijo Pachacútec por
vencerlos. Este último, en su afán de dominio, llegó hasta construir el Camino
del Inca o la Calzada Real, que aún subsiste en los portezuelos cordilleranos.
Jamás los guerreros incas lograron penetrar en el territorio de los promaucas;
sin embargo, en las tierras anteriores que dominaron dejaron esparcidos
fuertes, templos y gobernadores. Así fue como en el valle de Copiapó y de
Coquimbo quedaron reinando los curacas Gualimia y Galdiquin, respectivamente;
en Quillota se estableció el tambo real, donde alojaban los personajes del
incanato en sus viajes hacia el valle del Mapocho; y en este último lugar los
incas establecieron cinco curacas y un sumo sacerdote.
En realidad, no expulsaron a los habitantes del lugar, sino que los
envolvieron con sus fuertes y pueblos. En las laderas cordilleranas al oriente
del valle gobernaron dos curacas; un tercero se ubicó en el pequeño cerro
levantado aisladamente en el centro, el cerro Huelen, nombre que significa
“tristeza”. Al poniente se asentó un templo o huaca, donde los delegados del
incanato adoraban al dios Pachacámac, y el que estaba regido por un sumo
sacerdote llamado Quilacante. Ese templo estaba ubicado en el lugar que hoy se
conoce como las termas de Colina. Dependía de este templo una caverna de
sacrificios abierta en una de las laderas de la cuesta de Chacabuco. Vecinos de
estos lugares, en la cordillera Poangue, estaban los fuertes de Caren y Lampa,
el último de ellos comandado por el cacique Painelonco.
Por el costado del sur se estableció un curaca en la mitad del camino que
conducía a la costa, en donde posteriormente regiría el curaca Talagante.
Al mismo tiempo, en el interior del valle del Mapocho existían innumerables
cacicatos mapuches y en el llano donde hoy se halla el centro de Santiago vivía
una tribu de más o menos treinta mil almas, la que se mantenía en pacífica
vecindad con quince tribus o rehues que la contorneaban y que tenían distintos orígenes:
Los incásicos ya dichos, los atacameños que habían descendido del desierto y
los mapuches.
Tratemos de situarnos en 1540, cuando las huestes de don Pedro de Valdivia
bajaron desde el Cuzco, la capital de los incas, hacia Chile. Vencidos los
desiertos, los españoles pasaron a través de las tribus de los ülmenes de
Copiapó y Coquimbo y fueron a chocar con las numerosas tribus del Toqui
Michimalongo, descendiente del toqui Chili y señor del valle de Aconcagua. El
señorío de este jefe indio alcanzaba hasta las cumbres que espaldeaban el valle
del Mapocho por el oeste, deslindando con los ülmenes mapuches. En el tambo
real de Quillota mandaba un tío de Michimalongo, el ülmen Tagolongo.
Michimalongo recibió a las tropas de don Pedro de Valdivia en aparente son
de paz, escarmentado ya por los encuentros que había tenido con la hueste del
adelantado Diego de Almagro. Pero cuando ya le había dado paso hacia el valle
del Mapocho, hizo corre la flecha de la guerra y cortó la retirada de los
españoles.
Don Pedro de Valdivia al descender del valle de los mapuches se encontró
con un extenso llano prolijamente cuadriculado por las chacras y maizales de
los aborígenes. En el centro del valle estaba establecido el ülmen Loncomilla,
viejo cacique que mandaba sobre treinta mil indios. También recibió a los
conquistadores en son de paz, pero éstos, temerosos de su poderío, lo hicieron
degollar.
Establecidos al pie del cerro Huelén, fundaron la ciudad de Santiago el 12
de febrero de 1541. Solamente entonces giraron los ojos en torno y se
preocuparon por averiguar quiénes eran sus peligrosos vecinos. Decimos
peligrosos porque la noticia de la triste suerte corrida por el venerable
cacique Loncomilla se había esparcido por los contornos y ya resonaban
sordamente los cultrunes bélicos. La flecha que había hecho correr Michimalongo
iba levantando en son de guerra a los quince ülmenes del valle central.
Por otra parte, los tambores araucanos respondían desde lejos, batiéndose
en las riberas de un río situado veinte leguas al sur del Mapocho, en los
rehues del toqui Cachapoal.
Los prisioneros hechos por los exploradores de Pedro de Valdivia,
interrogados por un intérprete mitimae, fueron dando noticia al capitán extremeño
de las poblaciones indígenas que existían en el valle, junto a las aguas de los
ríos Mapocho y Maipo. Como ya lo hemos dicho anteriormente, éstas eran
alrededor de quince, entre mapuches, atacameños e incásicos. En el año de la
conquista, según el cronista Rosales, las quince tribus estaban gobernadas por
los siguientes ülmenes y curacas:
Los mapuches por: Janjalongo, Chincay Mangue, Mayponolipillán, Painelongo,
Melipilla, Poangue, Poemo y Macul.
Los Atacameños por: Pomaire, Putupur y Butacura.
Y los incásicos por: Apoquindo, Talagante, Quilicante, Vitacura y Huelén
Huara.
Estos últimos eran los curacas o gobernadores designados por los incas. Los
cinco eran parientes cercanos de los incas Atahualpa y Huáscar y, en su calidad
de príncipes, usaban el símbolo real de un sol entre dos pumas rampantes. El
otro símbolo que los caracterizaba era que tenían los lóbulos de las orejas
perforados y alargados por medio de cuñas circulares de madera o jade. Eran los
más poderosos de la región y los más cercanos al campamento español.
Apoquindo era viejo y tío del inca Huáscar. Su nombre se pronunciaba Apu
Kintu, que significa “Señor del ramillete de flores”, por ser sus tierras las
más hermosas y floridas de la ladera cordillerana. Sus posesiones se extendían
desde la cordillera de los Andes, por el oriente, hasta el cerro Huelén por el
poniente; y desde el cerro Cayumanque y los campos que hoy se llaman la Dehesa,
por el norte, hasta el cajón del río Maipo, por el sur. Su hijo Huelén Huara
defendía el límite del poniente del territorio de Apoquindo montando guardia
con un grupo de guerreros en el cerro Huelén, hoy Santa Lucía.
El curaca establecido en el camino a la costa, llamado Talagante, tenía su
rehue en el mismo lugar donde actualmente existe el pueblo de ese nombre.
Talagante significa Lazo del Hechicero”; de ahí viene la tradición de
hechicería que envuelve a ese lugar.
Más hacia la costa estaba el caserío del cacique atacameño Pomaire, vecino
del cacique mapuche Melipilla.
Quilicante era el sumo sacerdote del templo del dios Pachacámac levantado
en los cerros de Colina. Su vecino era el cacique mapuche Painelongo, que tenía
una fortaleza en el llano del Lampa.
Vitacura era el sobrino del inca Atahualpa y su nombre original fue
Füchakura, que significa en aimará “piedra grande”. Sus posesiones se extendían
desde el espolón del poniente del cerro Cayumanque, siguiendo las riberas del
río Mapocho por las cumbres del cerro Manquehue, hasta la puntilla oriental del
cerro San Cristóbal. Por el sur limitaba con las tierras de Apoquindo y con el
cerrillo San Luis.
El curaca Vitacura era un hombre de paz y de trabajo. Había traído consigo
desde el Cuzco diez mil indios mitimaes. Con ellos labraba la tierra no sólo de
su territorio, sino también las que existen al otro lado del portezuelo trasero
del San Cristóbal, en la rinconada de Conchalí.
Cuentan los cronistas antiguos, Oviedo, el Padre Rosales y Huaman Poma de
Ayala, que necesitando agua de riego para sus sementeras de Conchalí, el curaca
Vitacura hizo excavar a fuerza de brazos un canal que, desprendiéndose del
Mapocho, corría por el costado del San Cristóbal para ir a derramarse por los
campos de Conchalí, formando una cascada que hoy se llama El Salto. Dicho canal
existe todavía y sigue prestando los servicios para los cuales fue proyectado. Pero
en torno suyo se recuerda una siniestra historia. Según los cronistas
mencionados, el curaca Vitacura había fijado a los capataces de esta monumental
obra un día preciso para que hicieran escurrir las aguas del canal, y como
terminara el plazo y su deseo no fuera cumplido, hizo correr por el cauce la
sangre de cinco mil de los indios que trabajaban en esa faena, a los cuales
ordenó degollar frente a su principesca morada. Vitacura fue quien introdujo en
Chile el ají, la quinua y el maíz.
Triste fue la suerte de los quince mil ülmenes indios que poblaban el valle
del Mapocho a la llegada de los conquistadores conducido por Pedro de Valdivia.
Ya hemos visto como fue asesinado Loncomilla. Pues bien, cuando los cultrunes indígenas
redoblaban proclamando la guerra y Pedro de Valdivia comprendió que se estaban
jugando no sólo la suerte de la recién fundada ciudad de Santiago de Nueva
Extremadura, sino también las vidas de todos sus soldados y de él mismo, tomó
una iniciativa temeraria. Ordenó que diversos destacamentos de sus soldados
fuesen a capturar a los principales ülmenes indios. Así fue como aprisionó a
cinco de ellos, entre los cuales estaban Apoquindo y su hijo Huelén Huara.
Esta medida fue la que colmó la tolerancia de los otros ülmenes, quienes
incitados por Michimalongo, asaltaron la ciudad después de haberla cercado por
todos sus contornos.
Don Pedro de Valdivia se encontraba fuera de ella, en las minas de oro del
Marga-Marga, con la mayoría de sus soldados, y en la ciudad sólo quedaban
cincuenta. Estos se defendieron desesperadamente en el interior de una
empalizada que habían levantado en torno a la plaza. Pero viendo arder las
casas tan trabajosamente edificadas y sintiéndose en riesgo de perecer todos
ellos, surgió como heroína una mujer. Esta fue doña Inés de Suárez o Inés
Juérez, como la designaban los cronistas, manceba de Pedro de Valdivia.
Ella resolvió usar el recurso más pavoroso para espantar a los indios
atacantes. Arrebatando su espada al soldado que vigilaba a los cinco caciques
cautivos, les fue cortando las cabezas, una tras otra, y cogiéndolas por los
largos cabellos las borneó en el aire y las arrojó por encima de la empalizada
sobre los atacantes. Esta sangrienta medida hizo huir a los asaltantes y
Santiago se salvó.
La mayor parte de los ülmenes, temerosos de las represalias que tomarían
los españoles, se retiraron hacia el sur, refugiándose en el territorio de los
promaucas, que mandaba el toqui Cachapoal. Y Vitacura, solitario en sus posiciones,
se vio forzado a regresar al Perú cruzando la cordillera por el Cajón del rio
Putagán, no sin antes haber perdido a su hija, que le fue robada por Alonso
Monroy.
Esta es la historia de la tierra donde se alza hoy nuestra capital: la
historia fiera y noble de los primitivos habitantes de ella, de sus pueblos y
jefes, y de su triste final.
POR JORGE INOSTROZA
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