El triste fin del Blanco Encalada
CUANDO en las crisis bélicas los hombres son adiestrados en el arte de matar, siendo perfeccionados hasta el grado de que el segar vidas pasa a ser una necesidad profesional, es muy difícil después borrar de sus mentes la cruenta lección aprendida. Retornados al mundo de la paz, les cuesta ímprobos esfuerzos volver a ser ciudadanos pacíficos. Todas las guerras han dejado esa triste secuela; también la del Pacífico, que habiendo terminado en 1884, tuvo como corolario la revolución de 1891.
En la Alameda Bernardo O´Higgins, donde hoy existen jardines que enfrentan el palacio de la moneda, se levantaba en 1891 un edificio gris, de dos pisos, en el cual funcionaban la Comandancia General de Armas y el Estado Mayor del Ejército. En la mañana del 7 de enero de ese año sonó el teléfono que estaba sobre el velador del general Orozimbo Barbosa, entonces comandante general de la guarnición de Santiago; el aparato estaba conectado directamente con el gabinete del Presidente de la Republica, don José Manuel Balmaceda. Después de escuchar durante unos minutos hacer algunas nerviosas preguntas, el general Barbosa colgó el fono y, volviéndose hacia su esposa, le dijo con expresión preocupada:
-Corina, la escuadra se ha sublevado instigada por el capitán Jorge Montt, Estamos en revolución.
Era la verdad. Había estallado la revolución. No insistiremos sobre las causas de ella; el motivo principal fue la mantención del monopolio del salitre detentado por el coronel Thomas North, aunque encubierto bajo la mascara de una razón política, que era el antagonismo entre el Parlamento y el Presidente. Es decir, en apariencia la revolución pretendía el sometimiento del Poder Ejecutivo al Poder Legislativo. Se argumentaba que el Presidente había alcanzado una omnipotencia que lo convertía en un dictador. Los parlamentarios pretendían intervenir directamente hasta en el nombramiento de los Ministros de Estado, pese a que la Constitución de 1833 expresaba explícitamente: “Son atribuciones especiales del Presidente de la República nombrar a su voluntad a los ministros del despacho”.
Inútiles fueron los esfuerzos del ministro del interior, Don Claudio Vicuña, para equilibrar la autoridad de ambos poderes. El congreso extremó la tensión beligerante negando su participación para el despacho de la Ley del Presupuesto que debía regir durante el año 1891 y también para la aprobación de la ley que fijaba las fuerzas de mar y tierra.
Colocado ante el dilema de tener que paralizar la administración pública, despedir a los empleados, licenciar a los soldados y marinos, suspender los pagos de la deuda exterior, el presidente Balmaceda, forzado por la conveniencia nacional, dictó el 5 de enero un decreto ordenando poner en vigencia aquellas leyes. Fue la ruptura definitiva con el Poder Legislativo y la primera chispa de la revolución.
Al día siguiente, el vicepresidente del Senado, don Waldo Silva, y el presidente de la Cámara de Diputados, don Ramón Barros Luco, pusieron en marcha la máquina que habían venido preparando con todo sigilo desde hacia varias semanas; y el 7 de enero, al amanecer, la escuadra, mandada por el capitán de navío don Jorge Montt, y compuestas por los blindados “Blanco Encalada” y “Cochrane” y las corbetas “Esmeralda”, “O´Higgins” y “Magallanes, izaba el pabellón rojo de la revolución y desfilaba frente a Valparaíso hacia el norte, dejando frente al puerto sólo al “Blanco”.
El intendente de Valparaíso, contralmirante Viel, fue el primero en percatarse de la rebelión de la flota y la comunicó por telegrama al presidente. El señor José Manuel Balmaceda tomó su teléfono, llamó al general Barbosa y le resumió su pensamiento en una frase:
-Está bien. Llegaremos hasta el fin.
El general Barbosa se vistió apresuradamente y dijo a su esposa al salir:
-el Presidente me llama y acudo a garantizarle la lealtad del ejército.
Grave error del general. Miles de jefes, oficiales y tropa tenían metido en la sangre el virus de la guerra; en 1879 habían hecho una escuela que no podían borrar de sus espíritus. Los generales mas destacados en la Guerra del Pacífico se pusieron unos contra los otros, y el general Baquedano, que hubiera podido reconciliarlos. Rehusó intervenir.
Encabezando a los revolucionarios se levantó el general Estanislao del Canto, el héroe de la campaña de la Sierra, en 1881 y 1882 y comandaron las tropas gobiernistas los generales Orozimbo Barboza y José Miguel Alcérreca, ambos también veteranos ilustres de la guerra del 79.
Los primeros tiros de aquella lucha fratricida se dispararon en Valparaíso. El ministro del interior con las fuerzas leales había hecho levantar barricadas y excavar trincheras en las calles del puerto, y el 16 de enero los fuertes Bueras, Valdivia y Andes dispararon sus primeras andanadas contra el blindado “Blanco Encalada”. El vicepresidente del Senado don Waldo Silva, escapó milagrosamente, pues uno de los proyectiles pasó rozando la litera en que dormía. El acorazado tuvo que alejarse hacia el norte, en pos del resto de la escuadra. Esta se hallaba posesionada de Coquimbo y La Serena, y fue desalojada de allí por un batallón comandado por el coronel Tristán Stephen, después de un corto combate. La escuadra siguió más al norte aún y bloqueó Iquique. Esto equivalía apoderarse de la Caja Fiscal; en Iquique estaba la mayor riqueza minera del país. Al mismo tiempo, la corbeta “Esmeralda” se tomaba la base carbonera de Lebu.
El Gobierno disponía de un barco solamente: el “imperial”. Con él, haciendo prodigios de astucia, logró trasladar al norte tropas de refuerzo para apoyar al intendente de Tarapacá, don Manuel Salinas. Estas fueron comandadas por el coronel Eulogio Robles, justamente célebre por sus acciones en la guerra anterior al frente del regimiento “Lautaro”. Lo secundaba el también veterano de la contienda contra el Perú y Bolivia, coronel Virgilio Méndez. La primera batalla la libraron en Zapiga, haciendo retirarse hacia el norte a las tropas del general Del Canto. Pero pronto sufrieron su primer desastre en San Francisco. Sin pretenderlo iban siguiendo paso a paso la misma ruta de sangre de la Guerra del Pacífico, pero ahora eran hermanos los que luchaban entre sí.
Iquique cayó en poder de los revolucionarios y la ciudad fue saqueada. No obstante, los gobiernistas obtuvieron aún una victoria más en Huara, pero fue la última. Sitiados en Pozo Almonte sufrieron un descalabro total. El heroico coronel Robles, herido varias veces, fue ultimado y destrozado dentro de la tienda de la Cruz Roja. Igual suerte corrieron los coroneles Virgilio Méndez y Ruminot. Las demás divisiones leales. Comandadas por los coroneles Hermógenes Camus y Tristán Stephen, tuvieron que retirarse del desierto, cruzar la cordillera, entregar sus armas en Bolivia y recorrer a pie más de mil leguas, para entrar a Chile por el paso de Mendoza.
Entretanto los revolucionarios completaban su posesión en todo el norte del país y la escuadra dominaba el mar. Pero… hubo una sorpresa para ellos, que paralizó durante unos días la carrera de victorias. Esta ocurrió en Caldera.
Ya hemos dicho que el gobierno no disponía de otro buque que el “Imperial”, pero este apenas contaba con un cañón a proa y ametralladoras en las bandas. Carecía de blindaje y de poder combativo. En vista de ello, el gobierno adquirió lo mas rápidamente posible dos torpederas, de gran andar y no ensayadas todavía en guerra alguna. Se las bautizó la Lynch y la Condell. Sólo gracias a su extraordinaria rapidez lograron entrar al puerto de Valparaíso burlando la vigilancia de la escuadra del capitán Jorge Montt. Se designó como jefes de ellas a los recientemente ascendidos capitanes Alberto Fuentes y Carlos Moraga; y ambos recibieron una misión especial: la de navegar sigilosamente hasta Caldera, donde anclaba el grueso de la escuadra sublevada. El propio Presidente Balmaceda escribía lo siguiente al capitán Moraga, al término de sus instrucciones:
“Si como lo creo y lo espero del favor de Dios y de la justicia de la causa, usted y compañero obtienen resultados felices, habrá cambiado la situación y se abrirá el camino de la paz. Diga a sus compañeros que la suerte de Chile está en sus manos y que su valor y pericia dependen la suerte del Gobierno y de la República. Dé a todos mi palabra de aliento y de justicia a su lealtad”.
Las dos torpederas de alto bordo partieron de la base de Quintero en la madrugada del 20 de abril y desplazando el máximo de su veloz andar, se introdujeron océano adentro, más allá de los rumbos que podían recorrer los barcos de la escuadra y las naves mercantes. Al anochecer del 22 estaban a la altura de Caldera y enfilaban sus proas en derechura hacia la bahía. Las órdenes del capitán Moraga fueron escuetas y precisas:
-Apagar todas las luces reducir las máquinas a un cuarto andar.
Su embarcación la “Condell”, iba adelante. La seguía la “Lynch” a dos cables. Las poderosas maquinarias de las rapidísimas naves ronroneaban como los felinos que se aprestan a saltar sobre una presa desprevenida. Poco después de las once de la noche se avistaron los fanales de posición de los barcos de la escuadra y sus siluetas recortadas contra la iluminación de tierra.
El capitán Moraga precisó mediante sus pragmáticos la masa imponente del blindado “Blanco Encalada”. Era la presa elegida y, afortunadamente para los atacantes, se hallaba de guardia y el más adentrado en el mar.
Los capitanes Moraga y Fuentes tomaron personalmente la caña de sus respectivas torpederas, mientras los artilleros aprestaban los tubos de sus torpedos. Ambas embarcaciones llevaban cinco por banda, de modo que fue preciso realizar una maniobra de flanco girando las torpederas en un amplio semicírculo, como el caballo de pura sangre que va a tomar su pista.
Ubicadas ya al norte e la bahía, el capitán Moraga dio su última orden:
-¡Adelante! ¡A toda máquina! ¡Torpedos de estribor uno, dos y tres, listo para lanzamiento!
Las dos torpederas se encabritaron sobre las olas hundiendo las popas y levantando las proas al violento envión de sus máquinas. Luego rasgando las olas en dos festones de espumas, avanzaron a toda velocidad, corriendo paralelamente a la costa, a no más de trescientos metros de ella. La masa del blindado “Blanco Encalada” fue agrandándose vertiginosamente; iban a pasar a poco más de cien metros de él. Ya se les presentaba la popa redondeada y alta del buque, luego la banda de babor como el ijar de un paquidermo. Todos dormían en el blindado cuando por su tubo de órdenes el capitán Moraga roncamente:
-¡Torpedos uno, dos y tres…. Fuego!
Uno tras otro salieron los formidables proyectiles levantando una pequeña estela de espuma en su veloz marcha. Iban rectamente contra el casco del blindado. Fue entonces que uno de los vigías de este lanzó un desesperado grito de alarma:
-¡Torpedos por babor!
La guardia de prevención saltó hacia esa banda con sus fusiles presto y alcanzó a disparar una ráfaga sobre la “Condell”. Casi de inmediato se produjeron las tres terribles explosiones, separadas por fracciones de segundo.
El “Blanco Encalada” se envolvió en una nube de humo y llamas. Alcanzado en mitad del vientre, se abrió como una granada madura. Cuando paso a su costado la torpedera “Lynch” era absurdo dispararle más torpedos, se hundía irremisiblemente.
Desde las barcas atacantes se alcanzaban a oír las órdenes desesperadas de los marinos y los gritos de terror de los civiles que estaban embarcados en el blindado. En seguida, antes de que se pudieran arriar botes, el “Blanco” se inclino de proa y se hundió de golpe, arrastrando a gran parte de su tripulación.
Las torpederas se desvanecían velozmente en la negrura de la noche rumbo a alta mar. Habían cumplido su misión. Pero sobre las olas frente a Caldera quedaban flotando centenares de hombres, entre ellos don Ramón Barros Luco, Presidente de la Cámara de Diputados y miembro de la Junta Revolucionaria. El señor Barros Luco era un hombre grueso, ya entrado en años. Apenas podía sostenerse sobre la superficie. Estaba a punto de zozobrar, cuando vio pasar cerca suyo a una ternera que pasaba desesperadamente hacia la playa. Sin pensarlo dos veces estiro su diestra y se aferro desesperadamente de la cola del animal. Dicen las crónicas y los recuerdos de los sobrevivientes de aquella trágica noche el señor Barros Luco tuvo que hacer una extraña maniobra para impedir que el animal que lo arrastraba se llenara de agua por donde suele ocurrirle a los vacunos. Lo cierto es que consiguió llegar a la playa: se había salvado de tan pintoresca manera.
Conocida la noticia en Santiago, se celebró como una victoria del Gobierno. Dentro del júbilo, el edecán del Presidente, coronel Alejandro Lopetegui, se presentó ante el mandatario y le pidió su venia para que la banda de músicos del “Cazadores”, que tenía su cuartel frente a La Moneda, tocara una retreta en la plazuela. Don José Manuel Balmaceda lo miró al fondo de los ojos y negó con la cabeza.
-No -le dijo-. Se trata de una lucha entre chilenos. Nada existe en esta guerra que pueda ser motivo de alegrías.
Así fue el triste fin del glorioso blindado “Blanco Encalada”, que realizara tantas hazañas en la Guerra del Pacífico.
POR JORGE INOSTROZA
De donde sacaste la información...? por que si bien el relato es muy ameno, hay varias cosas que discrepan con algunas fuentes que estuvieron en esa madrugada en Caldera.... Por ejemplo: la Lych fue la que dio puso el único torpedo que alcanzó a dañar al Blanco Encalada; otro, la compra de las torpederas obedeció a una compra planificada y no a un caso desesperado de compra; es decir, la compra ya estaba hecha antes de la guerra civil, como lo fueron también los cruceros Prat, Errázuriz y Pinto, que no llegaron para combatir...en fin....entre otros detalles...
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