La Fragata "Scorpion"





LAS CAUSAS iniciales de la independencia de Chile son numerosas, pero existe una bastante ignorada, a la cual no se le ha dado la importancia que tuvo en su época. Ella es la llamada: asalto de la fragata “Scorpion”.

Muerto el capitán general de Chile don Luis Muñoz de Guzmán a causa de la tristeza que le sobrevino al enterarse del desquiciamiento moral de la corona española que revelaba la conspiración del infante Fernando contra su padre Carlos IV, le sucedió por orden de grados y del azar del brigadier Francisco Antonio García Carrasco, jefe militar de Concepción. Era el brigadier García Carrasco un hombre de campamento, que siempre se había mantenido alejado de la vida cortesana. Rudo y de maneras poco amables, se granjeó desde su llegada a Santiago la antipatía de los Patricios, tanto criollos como peninsulares. Contribuyó en generar una corriente en su contra el hecho que se trajera desde Concepción al doctor Juan Martínez de Rozas en calidad de asesor letrado, descartando de ese cargo a don Pedro Díaz Valdés, esposo de doña Javiera Carrera.

Corría 1807 y los vientos que soplaban sobre España y sus colonias Americanas eran asaz borrascosos. Napoleón Bonaparte había invadido casi toda España, los reyes estaban cautivos en Francia y las ideas libertarias se filtraban en las colonias por todos los resquicios imaginables. Los Estados Unidos de Norteamérica, que habían obtenido su independencia en 1776, gracias a las logias masónicas revolucionarias, esparcían sus principios de independencia valiéndose especialmente de su flota de barcos mercantes. Los audaces marineros norteamericanos eran, al mismo tiempo, los principales contrabandistas que surtían a los reinos del pacífico con mercaderías, burlando el monopolio comercial a que España tenía sometidas a sus colonias. Además el Gobierno de Estados Unidos no dejaba nunca de introducir en esos barcos a agentes diseminadores de las ideas de independencia y panfletos o traducciones de los escritos de los enciclopedistas franceses disfrazados con las tapas de biblias, inocentes misales o tratados de medicina herbaria. Como la mayor parte de las logias revolucionarias norteamericanas se encontraban en Filadelfia y Boston y desde este último punto era de donde procedía la mayor parte de los revolucionarios y contrabandistas, los virreyes y capitanes generales dieron en llamar “bostoneses” a todos los navegantes norteamericanos. El solo hecho de pronunciar la palabra bostoneses sonaba a desacato en Chile en aquellos años de 1807 y 1808.

Ahora bien, que el asesor letrado Martinez de Rozas podía ser considerado mas bostonés que los autentico, no cabía duda, porque secretamente era masón y estaba en relación constante con el grupo revolucionario llamado el círculo de los siete, de Buenos Aires, el cual a su vez dependía de la tímida Logia Lautarina de Cádiz. Martinez de Roza realizaba, pues, el papel de espía en palacio y hacia una magistral labor de zapa para minar el prestigio y derrumbar al poco avisado capitán general García Carrasco. Uno de los astutos, aunque muy crueles pasos que dio, fue inducir a su jefe a asaltar la fragata “Scorpion”.

El caso ocurrió del siguiente modo: el Capitán Inglés Tristán Bunker era bastante conocido en las costas Chilenas por el cuantioso contrabando que traía a ellas una vez cada año. Se decía que sin sus cargamentos difícilmente las damas santiaguinas podían lucir algo de la elegancia europea.

El capitán Bunker en su penúltimo viaje había concertado una curiosa amistad con un médico yanqui recientemente avecinado en Valparaíso; este era don Enrique Faulkner. Dicho medico, cuyas verdaderas funciones nunca han podido ser precisadas, mantenía a su vez relaciones con don Juan Martinez de Rozas. Habiendo acordado con el capitán inglés encontrarse al año siguiente en el mes de junio en la caleta colchagüina de Topocalma, para realizar en conjunto una operación de contrabando, participó secretamente al asesor letrado este plan. Y entre el misterioso médico Yanqui y Martinez de Rozas se concertó el maquiavélico proyecto de inducir al capitán general don García Carrasco a apoderarse del barco, de los bostoneses que seguramente veían a su bordo y de las valiosas mercaderías.

El estulto brigadier fue seducido de inmediato por el doble fruto que podía obtener por aquel acto: atrapara los agentes revolucionarios y enriquecerse con el cargamento.

El doctor Faulkner recibió ordenas de trasladarse a la caleta de Topocalma, esperar al ingles y convencerle de postergar el desembarque de la mercadería hasta que el encontrase a los clientes para vendérselas. En realidad, esta prorroga sólo tenia un objeto dar tiempo a Martinez de Rozas y a García Carrasco para disponer sus fuerzas y el modo de capturar la nave.

A fines de Julio aparecieron las velas de la “Scorpion” en Topocalma. El capitán Bunker, confiado en la vulnerabilidad de su socio, fácilmente aceptó la explicación que este le dio respecto al retardo en desembarcar la mercadería.

Por otra parte, Bunker era inglés, como ya hemos dicho, y no traía a ningún agente bostonés a bordo.
Convinieron en que el 25 de septiembre volverían a encontrarse en aquella caleta para el desembarco. La corbeta ascendió, pues, nuevamente hacia el norte y estuvo recorriendo la costa de Coquimbo entregada a diversas funciones comerciales, mas o menos ilícitas. Allí en Coquimbo, el contrabandista tenía varios amigos, entre ellos un medico inglés llamado Jorge Edwards. A comienzos del mes de septiembre, cuando el barco pasaba frente a Totoralillo, este doctor lo hizo interrumpir su curso mediante una fogata encendida en cierto lugar, señal convenida por Bunker y sus clientes de tierra. Poco después, el capitán inglés hacia descolgar una escalerilla de cuerdas hasta un bote que lo abordaba y entregó a la persona que bogaba en el un par de pistolas guarnecidas e nácar, dos relojes franceses y una carta. Luego se internó mar adentro y esperó.

Pocas noches mas tarde, una segunda fogata se encendió en el mismo sitio anterior y, apenas la corbeta se hubo aproximado a la playa, subió a bordo el mismo hombre que recibiera las pistolas llevándole una respuesta escrita. Aunque esta iba firmada con el nombre de Ambrosio Querido, el mensaje provenía del doctor Edwards. Era un trozo de papel arrancado apresuradamente de un pliego mayor, y en el que el medico de Coquimbo hacía a su amigo el contrabandista una advertencia grave: le comunicaba que el norteamericano Enrique Faulkner lo había traicionado y que, en complicidad con miembros del Gobierno, se apoderaría del barco y sus mercaderías. Por último, instaba al capitán a regresar a Coquimbo y no dejar subirse a su barco a nadie hasta entrevistarse con él.

Pero el capitán Bunker con testarudez sajona, se obstinó en confiar en la palabra que le había dado el yanqui. Tenía fe, además, en la fidelidad de los cuarenta marineros armados que componían su tripulación. Así, el 25 de septiembre, puntualmente, echó anclas en la caleta de Topocalma. Minutos más tarde, el yanqui Faulkner subía a bordo. El contrabandista lo estaba esperando con la carta de Edwards en la mano.
--Doctor Faulkner-- le dijo perentoriamente, tan pronto lo tuvo a su lado--, anticipo a usted que no bajaré de mi barco hasta que no me explique muy claramente que es lo que pretende y me demuestre que lo que dice esta carta no es verdad.

Al mismo tiempo, ponía violentamente el mensaje del coquimbano en la mano esquiva del cómplice de Martinez de Rozas.

Faulkner un poco pálido, paseo ansiosamente sus ojos sobre aquellas líneas, y antes e terminar de leerlas por completo, barbotó con bien simulada indignación.
--Esta es una calumnia, capitán Bunker.
--Es un aviso que merece entera fe—le replicó éste.
--Lo dudo, capitán. Si le mereciese fe, no habría usted acudido a nuestra cita.
--la amistad es para mi algo muy respetable –le aclaró con firmeza el contrabandista--. He querido venir, aun cuando hubiera peligro, sólo para comprobar que lo que se dice de la suya no es verdad.

El rostro del norteamericano permaneció inmutable.
--Este no es más que un anónimo –agregó con cierto desprecio.
--Para usted, no para mí –aclaró Bunker --. Esta carta la escribió un amigo que es de mi absoluta confianza.
--En ese caso debemos lamentar el engaño de su amigo –replicó Faulkner, encogiéndose de hombros, y agregó con cinismo --: en vista que usted desconfía de mí, creo que lo mejor que podemos hacer es dejar sin efecto nuestras negociaciones. Emprenda usted nuevamente su viaje, que yo cargaré con las perdidas que ocasionará la no realización del negocio. Lamento, eso si, que tenga usted mas confianza en su otro amigo que en mi.

Había tal acento de sinceridad en las palabras del yanqui, que Bunker se dejo engañar. Con frases conciliadoras se disculpó ante el medico por su anterior desconfianza, asegurándole que depositaba nuevamente absoluta fe en su amistad. En prueba de lo dicho, realizarían el negocio.
Sin embargo, tal vez por remordimiento de conciencia de presentarse a la oscura trama urdida por Martínez de Rozas y aceptada por el capitán general de Chile, o por temores de última hora, el yanqui le propuso postergar el desembarco de la mercadería y hacerlo mas tarde en otra caleta que ofreciera más seguridad.
--Deseo disipar sus restos de desconfianza –le insistió, ya mas seguro ante las negativas del capitán--. Postergaremos el negocio hasta el 14 de octubre y lo terminaremos en la cañeta de Pichidangui. ¿De acuerdo?

La callosa mano del capitán Bunker selló el nuevo trato con un cordial apretón.

Así, mientras el barco siguió bordeando la costa chilena, la maquinación continuó también viento en popa. Fiel a su palabra de inglés, el 14 de octubre el contrabandista echó anclas en la rada de Pichidangui. Allí fue convidado a cenar en tierra, en la casa de un supuesto marqués de Larraín, personificado por un tal Damián Seguí, bandido que servía como guardaespaldas a García Carrasco y que era su instrumento para realizar las tropelías que el mandatario necesitaba guardar secretas.
El hecho de hacer figurar en este acto a un marqués de Larraín era el golpe maestro de Martínez de Rozas, puesto que la familia de los Larraín era una de las mas aristocráticas y poderosas e Chile. Se la llamaba la de los “ochocientos” por su enorme número y todos sus miembros estaban tildados de posibles insurgentes, aunque eran monárquicos.

Se hallaba el capitán Bunker cenando en la casa del falso Larraín acompañado por algunos de sus oficiales, cuando repentinamente el recinto se vio rodeado por ochenta dragones que esperaban ocultos en las cercanías. Estos lograron apresar al capitán Bunker y a siete de sus hombres y, para que no hubiera testigos en su acción, los asesinaron bárbaramente a tiros y sablazos. Mientras los demás marineros huían por la costa, los dragones saquearon el barco y enseguida rompieron sus fondos haciéndolo zozobrar.

Este siniestro asesinato y saqueo no permaneció en el secreto, que era justamente lo que buscaba Martínez de Rozas. Varios de los mismos dragones cometieron la infidencia de relatar el alevoso crimen y, cuando la columna regresó a Santiago, la indignación de los Patricios de la ciudad y especialmente la de los Larraín fue tanta que olvidando sus buenas maneras, salieron a la calle y persiguieron a pedradas a los dragones hasta su cuartel. Luego, reuniendo a sus muchos criados y al pueblo, los incitaron a apedrear el palacio de Gobierno, donde se refugiaba el brigadier García Carrasco. El cabildo fue citado rápidamente a sesión y en ella se estableció en forma clara cual había sido la participación del capitán general en el asalto de la “Scorpion”.

Este hecho termino de cubrir definitivamente de desprestigio a García Carrasco y, como consecuencia, a todos los capitanes generales españoles que gobernaban a las colonias. De ahí al derrocamiento del que fuera el último capitán general de Chile había un solo paso y este se dio el 10 de Agosto de 1810, en que el bárbaro brigadier fue destituido y reemplazado por Don mateo Toro y Zambrano. Conde de la conquista.



POR JORGE INOSTROZA




 

Comentarios

  1. Un problema de este relato es que sitúa el asesinato en Pichidangui, pero otros textos lo hacen en Topocalma, con la participación de un tal Fuenzalida, hacendado de la zona, y de una autoridad de del área de San Fernando. Si fuese Pichilemu sonaría geográficamente más corcordante.

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