El Romance de Lautaro
A LA MUERTE de don Pedro de Valdivia en Tucapel saltaron al escenario
ensangrentado de Arauco dos personajes cuyas figuras encarnaban los más
característico de su raza, cuanto de temerario, de viril y de heroico existió
en el pueblo araucano. Estos fueron Lautaro y Caupolicán.
Aun cuando la historia tiene una sólo faz y un rígido devenir cronológico,
existen ciertos detalles referentes a los hechos que se desdeñan por su
aparente intrascendencia, pero que, al sacarlos a la luz, ponen a la vista un
nuevo aspecto, más humano, de los personajes que fueron protagonistas de los
mismos.
Por ejemplo, se sabe que don Pedro de Valdivia había manifestado en
numerosas ocasiones que, a la hora de su muerte, designaría como su sucesor en
el mando al capitán Francisco de Villagra. Su testamento estaba depositado en
Santiago junto con el tesoro real en una caja de tres llaves. Pero, en
previsión de los posibles alzamientos indios, don Pedro había hecho depositar
un duplicado de este testamento en Concepción. Llegado el momento de abrirlo,
Francisco de Villagra sufrió una terrible decepción. Su jefe y constante
compañero de penurias designaba futuros gobernadores del reino, en primer
lugar, a Jerónimo de Alderete; en segundo, a Francisco de Aguirre, que estaba
en La Serena, y sólo en caso de muerte o imposibilidad de los dos primeros, a
Francisco de Villagra.
Pero don francisco era un hombre de gran prestigio, especialmente en las
llamadas “ciudades de arriba”, es decir, las del sur; y los vecinos principales,
así como los jefes y tropas militares, resolvieron que Villagra fuese designado
Capitán General y Justicia Mayor.
Encendíase esta querella por el hecho de estar Alderete en España y de
haber tenido que marchar Aguirre a Tucumán justamente cuando se produjo el más
organizado y poderoso de los levantamientos indios. Los lugartenientes de
Villagra tuvieron que despoblar las ciudades de Angol y Villarrica por no poder
defenderlas contra la marejada araucana que lanzaban sobre ellos el toqui
Caupolicán y los caciques Lautaro y Galvarino. Esta arrolladora ola de
guerreros rodaba hacia el norte amenazando arrasar Concepción.
Don Francisco de Villagra intentó contenerla en la cuesta de Marigüeñu,
escarpada serranía vecina al mar, que, según Ercilla, “se levantaba hasta los
cielos”. El sólo trasmontar aquella empinada montaña fue suficiente para agotar
a los caballos y a los jinetes españoles, de modo que cuando la hueste
Araucana, guiada por Lautaro, cayó sobre ellos, la defensa era casi imposible.
Por otra parte, los indios usaron en tal ocasión un nuevo elemento de
guerra: el lazo. Esto fue discurrido por Lautaro, quien había enseñado a sus
mocetones a lacear a los españoles, derribarlos de sus cabalgaduras y
ultimarlos a lanzadas o porrazos.
La batalla de Marigüeñu duró cinco horas y finalmente Lautaro consiguió que
sus hombres lacearan los cañones, arrebatando en consecuencia la principal arma
a los españoles.
Fue una terrible derrota para aquellas tropas habituadas a vencer siempre.
Villagra y los suyos, huyendo en desbandada, se refugiaron en Concepción; y era
tan lamentable el espectáculo que ofrecían los otrora orgullosos caballeros del
rey de España, magullados y cubiertos de heridas, con los cascos y corazas
abollados, los jubones y las calzas desgarrados, que la consternación más
profunda cundió por toda la ciudad. El temor que la horda india entrase a
Concepción trastornó los ánimos y, aunque Villagra ordenó que tomaran armas
hasta los niños y los ancianos, los pobladores no se atrevieron a arriesgarse
en una defensa. Se dio la voz de partir y el pueblo entero emprendió la fuga.
Era un cuadro lastimoso el que ofrecía aquella población cargando sus enceres
más indispensables en caballo, mulas y carretas. Era como el éxodo del pueblo
castigado por Dios. Los pencones dejaban tras de ellos sus minas y encomiendas,
sus tierras y sus casas, sus riquezas y sus comodidades.
Inútil fue que surgiese en esa oportunidad una heroína, doña Mencia de
Nidos, quien, plantada en medio de la plaza, entre el caos de carretas y
caballería que huían, apostrofara a Francisco de Villagra, diciéndole:
--“Señor capitán, si vuestra merced desea retirarse a Santiago por provecho
personal, váyase en buena hora. Pero deje siquiera que las mujeres defendamos
nuestras casas y haciendas, y no nos obligue a solicitar asilo en las ajenas,
sin motivo para ello, y sólo por las voces que hombrecillos apocados han echado
a correr de que vienen los indios, a quienes, sin embargo, hasta ahora no hemos
visto”.
Pero el espanto se había generalizado y el vecindario entero llenó el
camino hacia Santiago.
Lautaro entró victorioso a Concepción, saqueo e incendió las casas que los
maldecidos “huincas” se habían atrevido a levantar en el salvaje corazón de
Arauco y lo redujo todo a escombros, incluso la soberbia y lujosa morada que
Pedro de Valdivia para su regalo había hecho construir y adornar con ricas
tapicerías y suntuosos muebles.
La victoria obtenida no pareció, sin embargo, definitivamente al ambicioso
Lautaro, quien, comunicándola a su Toqui Caupolicán, le sugirió un plan de
mayor envergadura. Consistía éste en expulsar para siempre a los españoles de
todo el territorio de Chile. Con este fin, Lautaro marcharía sobre Santiago, en
tanto que Caupolicán se dirigiría contra la Imperial con su poderosa hueste.
Lautaro se había dejado contagiar por la lujosa ostentación de los
españoles, a cuyo servicio había estado, y montaba en un magnífico caballo,
luciendo sobre su cabeza un bruñido yelmo. Al mismo tiempo había aprendido a
tocar una corneta con la que guiaba a sus hombres. De gran voz y verba
convincente, avanzó hacia el norte arengando a las tribus picunches extendidas
en las riberas del Maule.
--“Vosotros tenéis libres lo pies y las manos –le decía--; tenéis cuerpos
tan grandes como nosotros los araucanos. En la antigüedad todos hemos sido uno;
vosotros sois parientes inmediatos nuestros, ¿Por qué no habéis de poder vencer
a los cristianos como nosotros los hemos vencido? Enviad mensajeros a todas partes
para que todos con una sola voluntad corran a la guerra.”
El alzamiento fue propagándose como un devorador incendio en dirección al
norte.
Corría el 5 de noviembre de 1556 y
era tan inminente el peligro que se encontraba la capital, que el cabildo
ordenó que se repartieran gruesas sumas de pesos de oro a los principales
vecinos a fin de que enrolaran y armaran a los hombres de su servicio, así como
también obligó a cada familia a entregar a uno de sus hijos para la defensa de
la ciudad. Jefe de ésta fue nombrado don Diego García Altamirano, quien, al
frente de veinte jinetes, salió hacia el sur y encontró a Lautaro en el valle
de Peteroa. El talento guerrero del cacique se manifestó una vez más, pues su
rehue había sido rodeado con profundos fosos que los caballos no podían saltar.
--Los españoles son valientes –había advertido Lautaro a los suyos--; pero
sólo son temibles a caballo, pues andan tan cargados de armas que a pie son
perdidos.
Uno solo de los españoles se arriesgó a atacar y pagó no sólo con su vida,
sino que los indios le arrancaron el cuero y rellenándolo de paja lo expusieron
en el camino como humillante trofeo.
El orgullo de los españoles estaba herido en lo más sensible. Francisco de
Villagra, que se encontraba enfermo, envió a su hermano Pedro, al frente de un
cuerpo de jinetes castellanos, contra el burlón Lautaro. Pero era tal el temor
que el jefe araucano había infundido ya que los conquistadores que, pese haber
llegado éstos a media legua del campamento indio, no se atrevieron a atacarlo.
Y aquella noche, Lautaro, para acumular burla sobre burlas, les envió un
caballo español lujosamente enjaezado, que había pertenecido al propio don
Francisco de Villagra, el cual llevaba escrito en una corteza este mensaje:
“El que está aquí soy yo: Lautaro”.
Afrentados, los españoles atacaron al venir el alba. Los indios simularon
una fuga, pero de repente resonó la corneta de Lautaro, que observaba la escena
desde un promontorio, y la hueste giró organizadamente y dio cara a los
españoles, envolviéndolos por completo. Pedro de Villagra y los suyos salvaron
en forma milagrosa, pero perseguidos y humillados por las injurias de los
salvajes.
Aquella noche, Villagra no durmió, consumido por la vergüenza y forjando
planes para aniquilar al día siguiente a su enconado enemigo. Pero cuando, al
amanecer, volvió al sitio del combate, se llevó la sorpresa de no encontrar ni
rastros de su adversario. Lautaro se había esfumado por la fragorosa montaña,
desviando de paso el curso de un rio, que fue a inundar el lugar donde habían
pernoctado los españoles.
Aliviado de su dolencia, don Francisco de Villagra decidió dirigir
personalmente la campaña, tratando, en primer lugar, de poner a salvo la ciudad
de La Imperial, amagada por las hordas de Caupolicán. El toqui no tenía el
talento de Lautaro y hubo de retirarse ante las tropas españolas, las que
pudieron cruzar el territorio araucano de sur a norte, aproximándose al Maule.
Encontrábanse en marcha, cuando Villagra se enteró por un prisionero de que
Lautaro se encontraba en las orillas del río Mataquito.
El magnífico jefe araucano estaba desprevenido, confiado en que Caupolicán
habría rechazado a los “huincas” en La Imperial, de modo que ni siquiera se
percató de la proximidad de Villagra. Aún más, disfrutaba de un merecido
descanso y de horas de amor junto a su esposa Guacolda, en el tolderío
levantado junto al río.
Pero entre sus jefes existía un traidor, el cacique Catirai. Este se
hallaba locamente enamorado de Guacolda y, desde hacía tiempo, esperaba la
ocasión de asesinar a Lautaro para arrebatársela.
Justamente aquella noche, en que otro indio traidor conducía a las tropas
de Villagra por un sendero ignorado hacia el campamento indígena en Peteroa, el
cacique Catirai se había apostado entre las sombras, cerca de la tienda del
jefe araucano, armado de arco y flecha para ultimarlo en el momento que
asomara. Palidecía la noche y ya Catirai perdía las esperanzas de consumar su
infame propósito, cuando los españoles cayeron como una tromba sobre el rehue.
A los estampidos y el estruendo de las caballerías que arrollaron las
tiendas, Lautaro abandonó los brazos de Guacolda y salió al exterior, desnudo
el pecho y con su corneta en la mano para dar la alarma a su gente.
Los indios auxiliares que acompañaban a Villagra habían invadido el
campamento, de modo que fue fácil a Catarai mezclarse entre ellos y con toda
calma apuntar con su arco a la erguida figura de Lautaro. La traidora flecha le
dio en mitad del corazón, aquel que don Alonso de Ercilla denominó “El corazón
más duro y fuerte que jamás se encerró en humano pecho.”
Cubriendo a su amado con su propio cuerpo, encontraron los españoles a
Guacolda y, concluida la batalla, diezmado el ejercito de Lautaro, uno de los
lugartenientes de Villagra la hizo su manceba y la arrastró consigo de regreso
a Santiago.
Catirai, loco de pesar, se constituyó en prisionero voluntario con la
remota esperanza de lograr algún día raptar a la hermosa india, pero su castigo
estuvo en que jamás pudo lograrlo y que, además de convertirse en un esclavo,
tuvo que soportar durante largo tiempo ver a su imposible amada como concubina
de un aborrecible “huinca”, de quien ella alcanzó a tener un hijo antes de
morir de pena, de irremediable nostalgia por su perdido ídolo, que quedó
entregado a los buitres, allá, en las riberas del Mataquito.
POR JORGE INOSTROZA
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